Aurelio y Elvira
Aurelio y Elvira
La historia que os traigo es de esas que te coge un buen director de cine y llena las salas de lágrimas y corazones botando.
Es de esas que hay, seguro, en cada pueblo, en cada generación. Pero esta pasó en el mío, un poquito antes de que nacieran mis padres. pic.twitter.com/GJiskD2GMQ
— Andrea (@MenendezFaya) 18 de junio de 2019
Tuve la suerte de conocer a sus protagonistas siendo muy pequeña, y jamás se me olvidarán sus nombres: Aurelio Luna y Elvira Rodríguez.
— Andrea (@MenendezFaya) 18 de junio de 2019
Ni cómo Aurelio me contaba todo lo que os voy a contar entre galletas, con el carbón de su cocina repicando, con Elvira sentada en silencio mirando por la ventana.
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Aurelio y Elvira se conocieron hace tantos años que las fotografías, como esta, eran en blanco y negro. pic.twitter.com/Hn6wEhzRXq
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Eran tiempos de miradas a distancia, manos cogidas por debajo de la chaqueta en un parque, riesgo de multa si un Guardia Civil con capa y a caballo les cazaba dándose un beso cerca de la fuente.
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Eran tiempos de carabinas, como mi abuela, eran tiempos de esconderse notas mal escritas debajo de una piedra en el camino.
Eran tiempos de guerra. pic.twitter.com/ZdpK5ObiUb
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Y aquel chiquillo enamorado, cuando la guerra se acercaba, una guerra en la que no creía y no quería participar, se echó al monte con los que ya habían perdido para que no se lo llevaran a matar. pic.twitter.com/C6czZyFJNb
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Y así se acabaron miles de historias de amor. En nuestro país y en otros. De hecho miles de historias de amor mueren hoy todavía en todo el mundo cuando se separan a dos críos que sólo quieren quererse y les da igual todo lo demás.
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Pero no esta.
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Aquellos maquis tenían familia que les subían provisiones y cartas al medio del camino.
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Aurelio guardaba en una maleta de su desván una carta del cura del pueblo en la que le contaba, a parte de las noticias de sus padres y hermanos, que Elvira se pasaba las horas llorando y rezando en el banco de la iglesia.
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Aurelio le pidió que le esperara. Que la guerra terminaría pronto y volvería a casa. Que se casaría con ella.
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Y la guerra terminó, sí, pero con ella comenzó una represión al bando perdedor. Cada vez que alguno de aquellos hombres se atrevía a volver, alguien le denunciaba, los militares entraban en su casa, se lo llevaban y nunca se volvía a saber de él. pic.twitter.com/lHlmJbtURf
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Los padres de Aurelio ya habían perdido 3 hijos en aquella guerra y le pidieron que no bajara, que aguantara allí a que todo se calmaba, pero pasaban los años y aquel niño que ya era un hombre asumía con cada atardecer su destino: moriría en aquella montaña.
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En su nueva carta al cura le pidió que consolara a Elvira y la animara a rehacer su vida con algún hombre bueno. Y lloró en cada golpe de lapicero con el que escribió
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“que la cuide y la haga todo lo feliz que yo no puedo”
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Pasaron los meses y llegó el frío invierno. La cabaña que habían construído con sus manos se había quedado casi vacía, pero llena de tristeza y resignación. Apenas podían encender el fuego para calentarse porque temían que el humo llevara hasta allí a aquellos que les buscaban
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Cada mañana salían en tres batidas distintas: una a cazar pequeños animales con los que alimentarse y dos a pasear para asegurar el perímetro. Aurelio y Luis iban en una de esas batidas de guardia cuando vieron a una joven cerca del llano con unas vacas. pic.twitter.com/5GBZKqePNQ
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Se agacharon en sepulcral silencio a contemplarla y les llamó la atención que lo único que hacía era girar sobre sí misma contemplando el horizonte, las montañas. Y, entonces, Aurelio cayó en la cuenta
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Elvira...
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Se lanzó ladera abajo corriendo como si sus piernas fueran ruedas y, nada más alcanzarla, la levantó del suelo en un abrazo. Luis empezó a bajar despacio, con el arma en la mano por si todo era una trampa y les sorprendían para arrestarlos
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Al llegar a su lado, Aurelio, con los ojos arrasados, le presentó a la única mujer de su vida y allí, con él de testigo, le juró una vez más que se casaría con ella cuando todo pasara.
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Elvira le contó una versión endulzada de su vida en el pueblo. Le contó que todos los domingos se ponía el vestido azul y los zapatos para ir a misa, con la sonrisa pintada para que nadie pudiera leer tristeza o preocupación en su rostro.
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Pero no le dijo que se sentaba en el último banco de la iglesia para evitar los comentarios de las mujeres que la miraban por encima del hombro.
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Le contó que su padre le había comprado dos vacas y un ternero para que viviera de la leche y la carne y no tuviera que buscar trabajo, pero no dijo que en ninguna casa querían que les sirviera una chica que no tenía respuestas cuando le preguntaban si sabía dónde estaba su novio
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Le contó que disfrutaba más de los paseos con Adela que de las fiestas del pueblo, pero no le dijo que había dejado de ir al baile porque el hijo del ingeniero se había tomado ciertas libertades en el último que ella no estaba dispuesta a volver a pagar.
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Antes de volver al pueblo, con el temor de no volver a verle, Elvira sacó un pañuelo blanco del bolsillo del delantal y lo besó, dejando la marca de carmín en una esquina.
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Aquel beso borroso se lo guardaría Aurelio cerca del corazón, y notaba cómo recibía amor cada vez que le apretaban las ganas de llorar. Era un beso de consuelo, de esperanza, de fe y de amor.
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Pero la guerra no acababa de pasar.
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Durante dos años más Elvira subió con las vacas una vez al mes aquella empinada cuesta que la llevaba a Aurelio, con el pelo en una redecilla, el carmín en los labios y las mejillas son rosadas de esfuerzo, ilusión y felicidad. pic.twitter.com/skSKTTQnWm
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En el pueblo murmuraban a cada paso que daba. Tenía casi 20 años y no se había casado.
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Su familia le pedía que se olvidara de él, que se casara con el hijo del ingeniero, que se metiera a monja, pero que hiciera algo ya para que dejaran de apuntarles con el dedo mientras aseguraban que aquella soltería escondía el secreto de un maqui.
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Aurelio estaba escondido en el mismo matorral de siempre la mañana en la que Elvira se asomó al llano acompañada. Apretó el puño contra el estómago cuando se dio cuenta de que la habían seguido, tal vez torturado para llevarla hasta él.
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Cargó la pólvora en la vieja escopeta, se levantó y caminó a paso firme con ella al hombro, directo hacia las dos siluetas del fondo.
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Las siluetas iban poco a poco haciéndose menos borrosas hasta que por fin le puso cara al hombre que llevaba a Elvira del brazo.
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El Padre Miguel.
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Allí mismo, en presencia de Manuel y Luís como testigos, les casó.
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Recuerdo la risa de Aurelio contándome que el anillo que le dio a Elvira fue el aro de metal del cartucho de pólvora de la escopeta, que si llega a haberlo disparado de lejos ni cura, ni boda, ni anillo.
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Y recuerdo la mirada de Elvira perdida en el vaho de la ventana.
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Cuatro años más tardaría Aurelio en bajar del monte. Cuatro años sin poder tener una noche de bodas por miedo a que Elvira se quedara embarazada y tuvieran pruebas para detenerla y, quién sabe, incluso ejecutarla por esconder a un desertor.
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Cuando volvió al pueblo, le llamaron El Cobarde. Y él no podía responderles que mejor cobarde que asesino. Se metió en la mina porque nadie le quería dar trabajo de carpintero, que era el oficio que aprendió de su padre y sus hermanos, de los que ya solo quedaba uno.
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También en el monte se perdió en entierro de su madre, que sabe que murió de pena.
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Con Elvira tuvo dos hijos: Juan y Elena. La felicidad de sus vidas. Juan estudió y se fue a Madrid para ser abogado. Elena se quedó en el pueblo y se casó con un buen hombre, trabajador, honrado. Lo más importante para Aurelio: honrado. pic.twitter.com/b3DpAFzQDz
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Y, con la jubilación, Aurelio se dedicó a pasar con Elvira todo el tiempo que no pudo pasar cuando eran jóvenes.
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Él se anudaba la corbata en un espejo de la habitación mientras ella se retocaba en el del baño el carmín de los labios, del mismo rojo que marcó el pañuelo que consoló a Aurelio tantos años.
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Salían se casa como la pareja de enamorados que siempre fueron y nunca pudieron ser. La llevaba a bailar a las fiestas de todos los pueblos.
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Paseaban del brazo por la calle mayor cada tarde, hasta llegar al banco de la fuente donde se sentaban a ver a los niños jugar a la pelota y al escondite. Reían mucho. Como si nunca hubieran llorado
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Pero la vida aún les tenía un revés por soltar. Elvira comenzó a perder la memoria cuando yo tenía apenas 6 años. Y esto me mete a mí en la historia por una caprichosa casualidad.
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Elvira y Aurelio eran los vecinos de mis padres, casi puerta con puerta a la mía. Y yo, lo habréis notado ya, tengo un parecido físico muy grande a mi madre, y ella a mi abuela. pic.twitter.com/M5Tz9pgGFu
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En aquellas idas y venidas de su cabeza, volvía a ser la niña pequeña que conoció a aquel chaval de 14 años y se escapaba a mi casa a contarme que no sabía cómo encontrar a Aurelio.
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Así conocí el Alzheimer. Y así fue como Aurelio me completó toda esta historia que yo solo conocía por las pinceladas que Elvira me soltaba susurrando, escondida de mis padres y de mi vecino.
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Una noche mi madre me despertó y me pidió que me levantara de la cama sin hacer preguntas. En la terraza me esperaba aquel señor mayor en zapatillas, con el pijama lleno de sangre.
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Me pidió que le acompañara a casa, con mi padre, y yo me moría de miedo. Me dijo que solo tenía que tranquilizarla porque era la única a la que conocía.
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Cuando llegué allí, Elvira, que estaba encerrada en casa, me contó a gritos que se había despertado y había un señor en su cama. Así que le clavó unas tijeras.
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Por suerte se las clavó en un brazo. Aquel hombre no era Aurelio, Aurelio estaba en el monte. Mientras ella me lo contaba, Aurelio lloraba como un crío abrazado a mi padre.
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Los años pasaron, él se fue apagando al mismo ritmo que ella. Ya no paseaban. Casi siempre había una ambulancia en la puerta de su casa y mi madre me prohibió visitarles porque Elvira, que ya ni hablaba, era extremadamente agresiva y podía hacerme daño.
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Veía a Aurelio de vez en cuando llevarle comida a su caballo, pero dejé de acercarme a él cuando comprendí que no quería compañía. Quería esos minutos para descansar, para llorar tranquilo.
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Elvira murió. La imagen de aquel hombre encorvado en el tanatorio parecía una obra de arte dedicada a la tristeza. No hay forma de explicar la falta de brillo en aquellos ojos que se perdían en la madera que les separaba.
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Con aquellas manos callosas y arrugadas acariciaba con toda la delicadeza del mundo la esquina de un pañuelo blanco
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Un par de semanas después, Aurelio vino a mi casa y preguntó por mi padre. Cerraron la puerta del salón para que mi madre y yo no les escucháramos hablar, pero yo, que soy cotilla de nacimiento, me tumbé en el pasillo con la oreja pegada a la rendija del marco.
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Durante meses Aurelio notaba que algo dentro de su cuerpo no iba bien, pero tenía que cuidar a Elvira 24 horas al día porque un despiste podía ser fatal. Así que lo fue al médico. Un día por otro, lo iba retrasando.
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Cuando lo hizo ya era demasiado tarde: un cáncer le estaba devorando por dentro y sabía que le quedaba muy poco tiempo. No quería tratamiento. Quería irse pronto, porque estar aquí sin ella tampoco tenía valor ni sentido para él.
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Pero quería pedirle algo a mi padre:
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Que, una vez muerto, mezclara sus cenizas con las de Elvira y las esparciera juntas en el punto exacto donde el Padre Miguel les había casado hacía ya casi 70 años.
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El punto exacto que sólo mi abuelo Luís conocía, donde tantas tardes habían jugado mi padre y Juan de pequeños sin saber la historia de aquel aro de metal y de aquel pañuelo blanco que descansan en la vieja maleta del desván.
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En algún sitio en medio de todo este verde, descansan juntos, como siempre quisieron y no pudieron pic.twitter.com/wiYknOCxuO
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